Once años de amor igualitario: “El mismo amor, los mismos derechos”
Por Victoria Santesteban (Abogada, magíster en Derechos Humanos y Libertades Civiles) El 15 de julio de 2010, Argentina se convertía en el primer país latinoamericano en reconocer el derecho al matrimonio entre personas del mismo género y en el décimo a nivel mundial en legislarlo.
Hace 11 años, en la Plaza del Congreso, con el frío helado de cada julio, el movimiento LGTBIQ+ se congregó sin los barbijos hoy obligatorios, pero con carteles que pedían por la legitimación de la diversidad: «el mismo amor, los mismos derechos».
Lucha. La lucha del colectivo LGTBIQ+ en Argentina puede ubicarse de manera más evidente después del regreso de la democracia, aunque recién resultó hito disparador para la ley de matrimonio igualitario, el 14 de febrero de 2007, cuando María Rachid -integrante de la Federación Argentina LGBT (Falgbt) y La Fulana- y su entonces pareja Claudia Castro fueron al Registro Civil para pedir turno para casarse. Ante la negativa, presentaron un recurso de amparo que se convertiría en estrategia para el reclamo de los mismos derechos que los otorgados hasta ese entonces sólo a parejas heterosexuales. Corresponde hablar de privilegios entonces -y no derechos- otorgados a parejas que cumplían con el mandato heteronormativo, con anterioridad de la sanción de la ley 26.618 de matrimonio igualitario: el Estado hasta ese momento beneficiaba con el reconocimiento legal solo a parejas heterosexuales. Otra estrategia para visibilizar esta discriminación y luchar para el reconocimiento de derechos consistió en casarse en España, y así hubo parejas argentinas que concretaron su unión civil cruzando el mar, para denunciar la inexistencia de ese derecho en nuestro territorio.
Derechos. Hasta 2010, el Estado argentino discriminó en función de la orientación sexual y la identidad de género, permitiendo sólo uniones heterosexuales. El debate por la ley de matrimonio igualitario desempolvó los argumentos que en el mismo recinto habían acalorado a quienes horrorizados por lo que entendían sería el fin de las familias, votaban por la negativa al divorcio. Treinta y tres años más tarde, idénticos fundamentos aparecerían al momento de la sanción de la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Sobre todo desde 1987, Argentina fue alejándose de mandatos hegemónicos, de un rol estatal evangelizador, fue separándose paulatinamente de la Iglesia Católica, para reconocer derechos como el divorcio, el matrimonio igualitario, la autopercepción del género y el aborto. En este recorrido de sacudida de mandas patriarcales, Argentina fue transformándose en territorio (más) seguro para el amor y la libertad.
Ley. La ley 26.618 modificó el instituto del matrimonio civil hasta entonces conocido en el país y regulado por el Código de Vélez Sársfield, para reconocer el derecho de todas las personas a contraer matrimonio, indistintamente de su orientación sexual o identidad de género. «El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo» establece la 26.618 y deja en la historia los tiempos de la clandestinidad y el reconocimiento sólo al amor heterosexual. La ley no solo reconoce el derecho a toda persona de contraer matrimonio, otorgando un marco legal y los beneficios que este supone a toda unión de pareja, sino que nos posiciona, junto con las demás leyes nacionales, a la vanguardia mundial en materia de derechos humanos. De este modo, la sanción de la 26.618 no se agota en su anclaje formal de legitimación de uniones para el beneficio legal y económico que supone, sino que su impacto simbólico trasciende para incluir, para amparar, para democratizar al amor. La ley 26.618 contiene la tangibilidad de los derechos concretos que se derivan del reconocimiento legal de toda unión de pareja, y a la vez hospeda lo intangible, aquello que se siente y vive, lo que brinda sentido a esa existencia: el amor, la libertad y el orgullo por ser quienes somos.
Amor. A 11 años de la ley de matrimonio igualitario, la reflexión exige detenerse en la historia de lucha que posibilita las conquistas de hoy, en vistas a un futuro que se deshaga de etiquetas, completamente. Luego de ese 15 de julio de 2010, vinieron otras leyes para completar el bloque normativo que nos ubica como país a la vanguardia en el reconocimiento de derechos. Particularmente, la ley de identidad de género en 2012, única en el mundo en reconocer el derecho de toda persona a que su identidad sea reconocida, conforme su íntima vivencia, su autopercepción, por el Estado. Leyes sobre paridad de género y cupo trans-travesti sancionadas posteriormente también completan ese bloque de derechos para una convivencia en verdad democrática.
La lucha por la conquista de derechos posibilitó el Estado de hoy, que reconoce y legitima la autopercepción, la soberanía sobre nuestros cuerpos, la libertad, que habilita el empoderamiento y valida al amor, en todos sus colores; un Estado que se aleja de esas iglesias que poco saben de amor y que vuelven pecado la libertad. La lucha con y por el amor pica los cimientos patriarcales, para desaprender los mandatos binarios que asfixiaron en closets la libertad, para construir un mundo libre de binarismos y dualidades, para exigir a la realidad que se diversifique hasta olvidar el mandato hegemónico, para desafiarlo hasta desnudar su sinsentido. Esa lucha invita dejar el armario para disfrutar del amor sin miedos, para caminar de la mano con orgullo, en un país que ya no prohíbe el amor ni arroja a la clandestinidad el deseo de ser quienes somos.
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